SOBRE EL AMOR DE ACEPTACIÓN:
Con aportes de Mikel de Vianna S.J. y Piet Van Breemen
(Como pan que se parte) Sal Terrae.
1.- La
más profunda necesidad del ser humano es la de ser amado, aceptado, apreciado.
Hay diversos tipos de amor, pero ahora hablamos del más fundamental: el amor
de aceptación. Para vivir necesitamos que nos acepten como somos y por lo
que somos. Nada tiene efectos más negativos y duraderos que la experiencia de
no ser aceptados. La aceptación es como
el aire que respira nuestro yo profundo.
2.- Hay un
elemento que el ser humano recibe en sus primeras relaciones personales: la
confianza base. Lamentablemente esa confianza base falta a muchos adultos
que la dan por descontada. La confianza base es el primer elemento de una
personalidad sana y en ella se fundamentan todos los demás rasgos. Produce una
seguridad profunda en sí mismo y en la relación con el otro que se manifiesta
en un optimismo general que permite vivir con serenidad y placidez.
Cuando la confianza base no se desarrolla en la
primera edad, los niños suelen quedar severamente afectados. Si desde niños se
aloja en nosotros la convicción de que no se nos acepta, ni se nos aprecia, ni
somos dignos de amor, creceremos bajo la imagen de un “falso yo”, lleno
de inseguridades que requerirá ser sanado para vivir serenamente. En cambio si
en los primeros años de edad tenemos la experiencia de ser amados, aceptados,
protegidos, en nosotros se desarrolla la certeza de ser dignos de amor y
pasamos el resto de la vida evidenciando nuestro yo profundo y usando nuestras
capacidades en favor de la vida.
Cuando no
se nos acepta, algo
se rompe dentro de nosotros. Una vida sin aceptación está frustrada en
su necesidad fundamental, haciendo imposible el desarrollo de la confianza base
y con ella la seguridad y el optimismo general que nos anima a vivir.
3.- Ser
aceptado significa que las personas con quienes vivo me hacen sentir que soy valioso y digno de respeto; ellos son
felices porque yo soy quien soy. Me permiten ser como soy y aunque todos
tenemos que crecer y perfeccionarnos, no me obligan a hacerlo a la fuerza, ni
me imponen un modo de ser “deseable”, no tengo que pasar por alguien quien no
soy.
Aceptar
a una persona es no darle motivos para que se sienta poca cosa. Cuando se
acepta a una persona no se le ponen
etiquetas por lo que ha hecho o por lo que ha sido; antes bien, se le abre el
espacio para que despliegue lo mejor que lleva dentro de su verdadera
personalidad, para que enmiende sus errores y crezca interiormente. Etiquetar a
una persona y no esperar de ella nada de nuevo o de bueno, es como
esterilizarla o quitarle el aire para la vida de su verdadero yo profundo.
Toda
persona nace con una capacidad de potencialidades que si no son estimuladas con
el toque de la aceptación, permanecen dormidas, ocultas para siempre. La
aceptación en cambio libera todo lo que de bueno lleva adentro una persona. La
aceptación es lo que nos permite ser esa persona única que estamos llamados a
ser. Una persona aceptada es feliz porque “ha sido descubierta como persona” y
puede crecer desde dentro sin trabas.
Al aceptar a una persona “por lo que hace”, no se le
acepta, porque siempre habrá otra persona
que pueda hacer, incluso mejor, lo que aquella persona hace. Solo cuando
uno es apreciado “por lo que es”, se le acepta como la persona única que Dios
ha creado. Aceptar a alguien no es negar sus defectos, ni tratar de
encubrirlos. Cuando no se reconocen los defectos de una persona, es señal de
que no se le acepta y no se le conoce profundamente. Al aceptar realmente a una
persona se pueden mirar de frente sus defectos sin dramatizar ni hacer
tragedias.
4.- Cuando
no hemos tenido la experiencia de ser verdaderamente aceptados, no nos
encontramos a nosotros mismos, y sin darnos cuenta, nos identificamos con
falsas imágenes de nosotros mismos. Al faltar la experiencia de ser aceptados,
nuestro espíritu pobre y debilitado busca satisfacer la necesidad de sentirse
amado de mil maneras, muchas de ellas inútiles y dolorosas:
-El orgullo, la jactancia, la soberbia que sutilmente
pretenden despertar la alabanza o la estima y que frecuentemente reciben como
paga el temor o el desprecio de los demás.
-La rigidez, la aspereza de carácter, el legalismo, la
indecisión, todos fenómenos que nacen de
la inseguridad, de la falta de confianza base y se acompañan por la falta de
coraje, de imaginación y de libertad para dar un paso fuera de lo trazado.
-El deseo de ser el centro, la necesidad de imponer
los propios puntos de vista, el sentirse amenazado por cosas inocuas, las
tendencias a exagerar, las sospechas, las murmuraciones y dureza de juicio sobre
los demás.
-El complejo de inferioridad, la inseguridad
recurrente, los temores injustificados, la incapacidad para reconocer las
propias virtudes y valores.
-La búsqueda de gratificaciones y placeres fáciles y
superficiales, el deseo de posesión de personas y cosas, dificultades crónicas
de adaptación sexual.
Por
muy diversos que nos parecen estos fenómenos, normalmente tienen una base
común: la falta de aceptación. Una persona aceptada logra vivir en equilibrio y
no necesita buscar gratificaciones y reconocimientos de estos modos, porque ha
encontrado las fuentes de la verdadera felicidad y realización personal que le
permiten vivir con optimismo y placidez.
5.- Es
posible que el falso yo se haya consolidado a través de prácticas rigurosas en espiritualidades equivocadas. No toda
espiritualidad conduce a la madurez y al descubrimiento del verdadero yo. Una
falsa concepción de humildad puede
hacernos creer que “ser humilde” es evitar hacer aquello que somos capaces de
hacer bien, y muchas cualidades, quedan irremediablemente enterradas. La
verdadera humildad consiste en conocerme bien y aceptarme, reconociendo en mis
capacidades, dones de Dios que deben ser puestos al servicio de la vida y de
los demás.
Otra
visión falsa parece suponer que Dios no puede querer para mí lo que yo deseo
para mí mismo y que nace de los deseos más profundos de mi corazón. Es como
creer que Dios está “contra” nosotros y no “en” y “con” nosotros. Es verdad que
los designios de Dios son más profundos que nuestros deseos, pero también es
cierto que Dios ha inscrito en nuestros corazones la ley de su Espíritu (Jeremías
31,33; Ezequiel 36, 27). Nos cuesta creer que el Espíritu Santo se
revela en nuestros corazones.
Una
equivocada visión de la afectividad puede esterilizar nuestra capacidad de
amistad y amor concreto. Con frecuencia tenemos miedo de mirar de frente y
aceptar nuestros deseos y sentimientos, que son los que son y no son otros.
Tenemos miedo de que sean “malos y vergonzosos”. Y es que ni nos conocemos ni
nos aceptamos. Se nos olvida que el deseo y el sentimiento más profundo es
siempre positivo y viene de Dios: el deseo de amar y ser amados. Si tuviéramos
la valentía de mirarnos profundamente no encontraríamos nada de qué
avergonzarnos: encontraríamos las huellas de la mano de Dios y nos aceptaríamos
tal y como somos.
EL
AMOR DE ACEPTACIÓN DE DIOS
1.- Jesús
quiere que cada uno conozca la verdad sobre sí mismo, sea verdaderamente libre
y tenga Vida en plenitud (Juan 8,32 y 10,10). Desafortunadamente muchos
cristianos viven ocultando su verdadero yo y lo sustituyen por un “yo ideal”
(como los fariseos), para ganar aprobación de los demás.
Toda persona experimenta un temor de conocerse
profundamente. Esclavos del miedo no nos atrevemos a reconocer que la realidad
de lo que hemos vivido, es una continua búsqueda del amor incondicional y de la
ternura. (Romanos 5,6-8; 1 Corintios 13,4-8). “Hasta cuando pecamos, lo
que estamos buscando es el amor y la
felicidad, aunque de manera equivocada” San Agustín
Mucho
hemos insistido en los “mandamientos”, pero se nos suele olvidar que “el
mandamiento” más importante y previo a todos los demás es el de aceptarnos como
somos y no “como deberíamos ser”. Esta es la condición para comenzar a vivir
serena y fecundamente.
2.- Dios
me acepta tal y como soy; no como pienso o me dicen que “debería ser”. Pero
una cosa es saberlo y otra cosa es creerlo y aceptarlo de corazón. Nuestra vida
nunca ha sido ”como debería haber sido”, y sin embargo, independientemente de
lo que haya sido o haya hecho, Dios me ama como soy en este preciso momento.
San Agustín decía: “un amigo es el que conoce todo de ti y sin embargo te
acepta.” Eso pasa con Dios: conoce tus grandezas y tus miserias, tus páginas
luminosas y oscuras, te comprende te acepta y te ama. No se queda esperando que
cambies y seas mejor. Simplemente te acepta aquí y ahora.
3.- Siempre
se ha insistido en la importancia de amar a Dios y con razón. Pero es mucho más
importante el hecho de que Dios me ama, antes de que yo lo pueda amar, cuando
no lo merezco. Me ama porque quiere, no porque yo sea bueno (Romanos 5,6-8).
Y no hay nada ni nadie que pueda impedir que Dios me ame, ni siquiera yo con mi
propio pecado (Romanos 8,31-39). “El amor consiste en esto, no en que
hayamos amado a Dios, sino en que Él nos
amó primero a nosotros” (1 Juan 4,10). Lo fundamental de la fe cristiana
y de sus contenidos es la certeza de que Dios nos ama. Es el mismo Jesús quien
lo afirma: “que sepa el mundo que tú me enviaste y que los has amado a ellos
como me amaste a mí” (Juan 17,23). Y nos cuesta creer que Dios nos pueda
amar como ha amado a su hijo Jesús, pero es que Dios no puede amar más que
plenamente. Nosotros “tenemos amor”, pero Dios es amor y no se divide ni se
reduce: se da plenamente.
4.- Nadie escapa
a la tentación de preguntarse en la adversidad ¿Cómo Dios lo ha permitido?. Es
muy difícil creer que Dios me ama, me
acepta y no me abandona en el momento de dolor. Y el hecho es que pase lo que
pase, aunque yo no lo vea ni lo entienda, Dios no me retira su amor ni me
abandona. Este es el riesgo de la fe. Yo no puedo condicionar o manipular el
amor que Dios me tiene; solo puedo abandonarme a él y dejarme amar de las mil
formas, muchas veces incomprensibles que
Dios escoja para amarme.
La
otra cara de la misma moneda se puede presentar así: si Dios me ama y me acepta
así, con toda mi biografía por delante ¿Por qué yo tengo que ser más exigente
que Dios? ¿Por qué no me amo ni me acepto?. La aceptación que Dios nos profesa
se puede convertir en el punto de partida para descubrir y desarrollar la
autoaceptación, verdadera piedra angular de una vida reconciliada con Dios y
con los demás. En otras palabras, el punto de partida para una verdadera
espiritualidad.
CONSECUENCIAS
DEL ENCUENTRO CON LA TERNURA
1.- La gracia de ir a las últimas profundidades de mí
mismo. Viaje poblado de monstruos y fantasmas. Al final, lo más auténtico de mí
mismo, la ternura deseada y ofrecida. Toda nuestra vida puede ser leída como un
tejido de ternura deseada, buscada, obtenida, traicionada. “Dios es amor” 1 Juan 4,8, es decir, Dios es ternura:
amor sin condiciones. Descubrir que mi última realidad es la ternura, es
descubrir mi íntima sintonía (semejanza) con Dios, con su presencia que ilumina
a todo hombre venido al mundo. (Juan 1,9)
2.- El
encuentro con la ternura original, es la experiencia de que Dios me acepta como
soy. Y que nada me puede arrebatar su
amor (Romanos 8,38). La experiencia de saberse aceptado nos da ojos
nuevos para ver de un modo insospechado toda la existencia. Esto es
particularmente importante en relación con las páginas oscuras, inconfesadas e
inconfesables de la vida. De aquí nace la reconciliación consigo mismo, con
Dios y con los demás. Es la superación del temor y la inseguridad. Se derrumba
el castillo de las falsas seguridades, y se está a la intemperie, al desnudo,
pero provisto de una seguridad absoluta. Aquí nace también la experiencia de ver
a Dios en todas las páginas de la vida. Todo lo vivido es don de Dios y ante
ello sólo cabe el agradecimiento.
3.- La
providencia divina es la certeza de que Dios siempre ha estado secreta,
misteriosa, divinamente presente en mi vida, y yo no lo puedo impedir. Y que
todo sucede para bien. Que lo que sucede es lo mejor que pudo haber pasado. O
que en mi historia nada absolutamente se pierde. “Tú crees insultar a Dios y no haces más que alabarle. Crees oponerte a
Él y no haces más que abrirte a su amor. Crees gritarle tu odio, tu rebeldía, y
no haces más que decir cuánta necesidad tienes de Él”. (Ellie Wiesel) Solo Dios
saca bien del mal. Pero a nadie se le ahorra el dolor de encontrarse consigo
mismo. Sólo el dolor acrisola la capacidad de escuchar, comprender y aceptar.
La verdad ni se descubre ni se aprende; se llora.
4.- Sólo
el que ha vivido mendigando amor de mil modos, a veces grotescos, (La Magdalena),
puede ser sorprendido en la experiencia con una inundación de amor, y salir
como nuevo, a repartir a manos llenas lo que ahora desborda su copa. El que no
conoció ni reconoció la herida, sino que la ocultó con sedas y brocados, no
puede saber del bálsamo que cura.
5.- La
salida de la culpa es el acceso a una zona luminosa; la percepción de nuestra
bondad, para leer mi vida sin amarguras. La segunda inocencia, una vida serena,
sin culpas y sin odios, sin vergüenzas ni venganzas. Para todos es un don,
porque no es obra de la voluntad, la ternura simplemente se recibe.
6.- Sólo quien
vivió la herida y sanó su herida con la presencia de Dios, puede ser maestro de espíritu. Hace
falta la prueba del dolor (Hebreos 2,18), o de la enfermedad, o de la depresión
y llorar la propia verdad para poder vivirla. Sólo el que ha pasado la
noche en lucha cuerpo a cuerpo con el
Ángel, puede subir la escala santa y ayudar a otros a subirla. Sólo el varón de
dolores puede ser solidario, tierno, padre, amigo. Desconfío de la “maestría
espiritual” de los creyentes de “hoja blanca de servicios”. Los que siempre
fueron “buenos”, llegarán al cielo sin darse cuenta, pero aquí no son capaces
de dar la mano al que está apaleado por la culpa, por el dolor, por la
vergüenza, la división interior. Ser sacerdote es asumir un ministerio de
compasión, solidaridad; y sólo quien ha pasado por la prueba del dolor, la
enfermedad y la crisis puede ayudar a los que ahora la están pasando. Hay una
experiencia límite: tener delante a uno que te ama más cuando más desecho estás
(confesión).
7.- Quien
se ha encontrado con la ternura, no puede ya vivir pasando a los demás la
factura del amor no recibido. Su cáliz
desborda y es espontáneo vivir repartiendo ternura a quien la tiene negada. En
esto consiste el núcleo de la espiritualidad cristiana: Hacer destinatario al
necesitado de la ternura recibida.