ÁNGELA MARULANDA. Autora y Educadora Familiar. www.angelamarulanda.com
Somos las primeras generaciones de
padres decididos a no repetir con los hijos los errores de nuestros
progenitores. Y en el esfuerzo de abolir los abusos del pasado, somos los más
dedicados y comprensivos pero a la vez los más débiles e inseguros que ha dado
la historia. Lo grave es que estamos lidiando con unos niños más “igualados”,
beligerantes y poderosos que nunca.
Parece que en nuestro intento por ser
los padres que quisimos tener, pasamos de un extremo al otro. Así, somos los
últimos hijos regañados por los padres y los primeros padres a quienes los
hijos nos regañan; los últimos que le tuvimos miedo a los padres y los primeros
que les tememos a los hijos; los últimos que crecimos bajo el mando de los
padres y los primeros que vivimos bajo el yugo de los hijos. Y lo que es peor,
los últimos que respetamos a nuestros padres, y los primeros que aceptamos que
nuestros hijos nos irrespeten.
En la medida que el permisivismo
reemplazó al autoritarismo, los términos de las relaciones familiares han
cambiado en forma radical, para bien y para mal. En efecto, antes se
consideraba buenos padres a aquellos cuyos hijos se comportaban bien, obedecían
sus órdenes y los trataban con el debido respeto; y buenos hijos a los niños
que eran formales y veneraban a sus padres. Pero en la medida en que las
fronteras jerárquicas entre adultos y niños se han ido desvaneciendo, hoy los
buenos padres son aquellos que logran que sus hijos los amen, aunque poco los
respeten. Y son los hijos quienes ahora esperan respeto de sus padres,
entendiendo por tal que les respeten sus ideas, sus gustos, sus apetencias y su
forma de actuar y de vivir. Y que además les patrocinen lo que necesitan para
tal fin. Como quien dice los roles se invirtieron, y ahora son los papás
quienes tienen que complacer a sus hijos para ganárselos, y no a la inversa,
como en el pasado. Esto explica el esfuerzo que hacen hoy tantos papás y mamás
por ser los mejores amigos y parecerles “chéveres” a sus hijos.
Se ha dicho que los extremos se tocan. Y
si el autoritarismo del pasado llenó a los hijos de temor hacia sus padres, la
debilidad del presente los llena de miedo y menosprecio al vernos tan débiles y
perdidos como ellos. Los hijos necesitan percibir que durante la niñez estamos
a la cabeza de sus vidas como líderes capaces de sujetarlos cuando no se pueden
contener y de guiarlos mientras no saben para dónde van.
Si bien el autoritarismo aplasta, el
permisivismo ahoga. Sólo una actitud firme y respetuosa les permitirá confiar
en nuestra idoneidad para gobernar sus vidas mientras sean menores, porque
vamos adelante liderándolos y no atrás cargándolos, rendidos a su voluntad. Es
así como evitaremos que las nuevas generaciones se ahoguen en el descontrol y
hastío en el que se está hundiendo una sociedad que parece ir a la deriva, sin
parámetros ni destino.